En una misa concelebrada que presidió el obispo diocesano Adolfo Uriona, se realizó la Misa Exequial para despedir los restos mortales del padre Miguel Hippermayer quien fue el párroco de Sampacho durante 31 años.
El sacerdote Ignacio Amaya, nativo de Sampacho y actual párroco de General Deheza, tuvo a su cargo la homilía en la cual resaltó varias de las cualidades de ste cura que desde el 2 de octubre pasó a convertirse en un mito de la historia local.
Conceptos vertidos por el padre Nacho:

Gracias por tu vida entre nosotros, padre Miguel
En el Evangelio que escuchamos, Jesús nos dice: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás». Y a continuación le pregunta a Marta… y también a cada uno de nosotros: «¿Creés esto?».
Hoy nos encontramos frente a uno de los misterios más grandes de la vida: el misterio de la muerte. Pero nosotros conocemos el final de la historia. Sabemos cómo viene la mano: la muerte no tiene poder sobre nosotros. Y aunque sabíamos que este día iba a llegar —como solía decir siempre el padre Miguel—, hoy es un buen momento para dar gracias a Dios por su vida. Porque más allá del dolor, de la emoción y de lo que significa su partida, lo primero es dar gracias.
Damos gracias a Dios porque es nuestro Pastor. «El Señor es mi pastor, nada me falta», dice el salmo. Dios no trabaja de pastor: Él es el Pastor. Y como Pastor elige estar en medio de su pueblo, presente y cercano. Este Dios Pastor decide estar en medio de su pueblo para cuidar, acompañar y consolar, incluso cuando no puede decir nada. Él es el Pastor que está en las alegrías y esperanzas, y también en las tristezas y desilusiones. Ese Dios Pastor se hizo carne en Jesús, el Hijo de María, nuestro verdadero consuelo. Y este mismo Dios Pastor llama a algunos para que sean pastores en su Nombre, en medio de su pueblo.
El padre Miguel —y es lo primero por lo que damos gracias— siempre quiso estar en medio de su pueblo, en nombre de Jesús, el Buen Pastor. Con sus modos y sus criterios: con ese pasito cortito y rápido, con palabras aceleradas pero profundas. Con un chiste al pasar, o con un mate compartido. Con una escucha serena y paciente. Supo reír con los que reían y llorar con los que lloraban. Estar cerca de quienes sentía que necesitaban compañía. Y, cuando era necesario, decir las cosas con firmeza y con caridad.
Qué providencial que su vida sacerdotal haya comenzado —y esta etapa también haya concluido— a los pies de La Consolata. Después de haber sido ordenado sacerdote, aquel 12 de octubre de 1968, vino como vicario parroquial del padre Oscar Luque Llamosas. Aquel que había descubierto su vocación a los pies de la Virgen de Fátima, compartió camino en la Parroquia La Merced de La Carlota, en la Parroquia Luján-Porres y en la Catedral de la Inmaculada Concepción de Río Cuarto. Siempre bajo el cuidado de María. En enero de 1982 volvió a Sampacho… y ya nunca más se fue.

«Acá están mis manos, dispuestas a trabajar por esta comunidad», dicen que dijo aquel día. Y así fue: decidió gastar sus manos, su vida y su corazón por Sampacho. ¡Cuántos hemos sido bautizados por sus manos! ¡Cuántos hemos recibido el perdón de Dios a través de sus manos! A varios de nosotros nos acompañó el día de la confirmación. ¡Cuántas veces vimos a sus manos trazar el signo de la cruz al consagrar la Eucaristía! ¡Cuántas veces sus manos fueron las manos de Jesús para dar fortaleza a los enfermos, o para unir a dos personas que se amaban en el sacramento del matrimonio! ¡Cuántas veces sus manos bendijeron a quienes estaban partiendo de este mundo! Y a cuántos de nosotros nos impuso sus manos como signo del compartir el ministerio sacerdotal.

Porque Miguel no solo fue pastor de esta comunidad: también fue formador de muchos jóvenes sacerdotes. ¡Cuántos seminaristas y curas pasaron por este lugar, compartiendo generosamente con él la tarea pastoral! Y Miguel no dudaba en comunicar su experiencia, tanto en los momentos buenos como en aquellos que no eran tan fáciles.
Miguel, como supo y como pudo, fue siempre un pastor entre nosotros. No trabajó como cura: fue sacerdote y pastor. Porque él quiso hacer de la parroquia una verdadera casa de todos. Por eso este templo se convirtió en el lugar de grandes expresiones de vida comunitaria: no solo en las celebraciones litúrgicas, sino también en cada acontecimiento que el pueblo traía a los pies de La Consolata. «Nosotros los sacerdotes tenemos que estar al servicio del pueblo, porque somos instrumentos de Dios», supo decir. Miguel intentó ser ese instrumento: hasta sus últimos días quiso ser siempre amigo que compartía el camino, como lo hacía Jesús.
Hoy es un día en que damos gracias a Dios por su vida… y también por su muerte. Porque la muerte, para nosotros, es Pascua. Es encuentro. Es vida. Y cuando la muerte nos visita, vuelve a resonar en nuestro corazón aquella frase de Jesús: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Creés esto?». «Sí, Señor», responde Marta. Y nosotros también.
Creemos en el Dios Pastor que da Vida y que eligió a este hijo suyo para que fuera pastor. Creemos en el Dios que nos dice a cada uno, como en la primera lectura: «Felices los que mueren en el Señor. Sí —dice el Espíritu—, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan».
Miguel murió el 2 de octubre. Ese mismo día se cumplían nueve años de una de sus últimas predicaciones en una Misa. El primer Ciudadano Ilustre de Sampacho partió hacia la casa del Padre en la fiesta de los primeros patronos de este pueblo, los Ángeles Custodios. Un signo providencial que une para siempre su vida, su ministerio y su entrega con la historia de esta comunidad.
Que La Consolata, la tierna y dulce Madre del Consuelo, nos conceda a todos ser consuelo para otros, y nos enseñe a gastar la vida en el servicio.
Miguel, cuando estés frente a tu amada Consolata, y Ella te muestre una vez más a su Hijo Jesús —como lo hace la preciosa imagen que tenemos aquí—, pedile por este pueblo que tanto amaste. Pedile por las personas que en estos últimos años te ayudaron, te acompañaron y te cuidaron. Pedile también por nosotros, para que podamos compartir ya desde ahora la vida grande del cielo.
Miguel, descansá en paz. Gracias por tu vida entre nosotros.
