Esta historia la saben quienes vivieron allá por los años 60 en Sampacho-Córdoba.
Un día, apareció un hombre viviendo debajo del puente viejo cerca del matadero. De barba muy tupida, mirada inteligente pero llena de tristeza, solo sabíamos que se llamaba «Don Cuesta» .
En el espacio del estribo sur del puente y en una zona alta, allí instaló sus cosas cobijado por la estructura. Claro que temblaba todo cuando pasaba un vehículo pero este hombre lo soportaba. Una olla abollada, un catre que hacía las veces de cama y el agua a pocos metros. Recuerdo que una vez tuvo que salir de apuro porque una creciente que casi se lo lleva con catre y todo. Por fortuna el agua lamió la zona de vivencia de Don Cuesta y no pasó nada. Pero más de uno se pregunto esa vez. ¿Y? ¿Como le habrá ido con esta crece?
El pobre hombre se las arregló para vivir allí unos años. Y de a poco, quienes lo conocimos, sabíamos que era docente, una persona muy instruida, de una gran capacidad intelectual. Una sombra de tristeza siempre se cruzaba en sus ojos. A veces en algún bar, desgranaba historias de su provincia de Buenos Aires y se advertía su capacidad intelectual, aún a pesar de su aspecto de cierto aire linyera y de una llamativa altivez.
«Don Cuesta» (se llamaba José), era capaz de hacernos entretener con sus historias y relatos. Pudimos saber de su vida anterior como profesor de un colegio importante y nada más. Mientras tanto él siguió viviendo debajo del puente envuelto en su pasado, en sus misterios y en la terrible soledad que le obligaba a haber elegido ese modo de vida.
Un día llegó un vehículo del Ejercito. De él, descendió un alto oficial. Un coronel que preguntaba sobre él y de pronto Don Cuesta no estaba más en esa morada debajo del puente.
Nos dijeron que ese militar del grado de coronel era su hijo. El hombre de barba tupida y mirada melancólica pero llena de sabiduría se fue para nunca más volver.
¿Su vida? todo un misterio… ¿Un bohemio? Puede ser, pero jamás le oímos quejarse, expresar un exabrupto o maltratar verbalmente a alguien. Compartir un vino y sus vivencias, fue un premio para quienes tuvimos el honor de conocerlo.
(Mingo Amaya)