Con algunas versiones aún no del todo claras que hablan de restituir el Servicio Militar Obligatorio y ante el pedido de un par de amigos de mi edad, diciéndome que les haga recordar alguna anécdota de la vida militar, se me ocurrió que el poder contarlas, habla de las hermosas vivencias que a los soldados de aquella época nos tocó vivir. Para nada voy a opinar si el Servicio Militar es bueno o nó, porque todo depende de cada experiencia personal.
Aclaro que fui marino con destino en tierra, es decir no estuve embarcado. Mi vida después del duro proceso de formación en Campo Sarmiento de la Base Naval de Puerto Belgrano, fue relativamente agradable aunque siempre con la añoranza de volver al pago sampachero a más de 750 kilómetros de distancia.
Pero abreviendo, gracias a la interseción de un suboficial amigo nuestro, gran persona Eduardo «Lalo» Rodriguez, me consiguió viajar a los mares del sur «en comisión».
Las explicaciones fueron estas: «Vas a navegar en el Buque Escuela Crucero ARA La Argentina que es muy lindo y los cadetes de la Escuela Naval Militar van al mismo viaje».
Me asignaron un puesto en la cámara de oficiales como para que haga algo con guardias 4 horas por día, generalmente a la madrugada. El sector donde estaba era hermoso, con bellos cortinados, un mobiliario de lujo, un piano y varios cuadros y placas de ornamentación. Allí se reunía y cenaba la playa mayor. La camareta estaba muy bien provista con postres, dulces, frutas y todo lo que yo quisiera. A la madrugada iba a la panadería a buscar sabrosas medialunas recién horneadas. El jefe del lugar un suboficial de apellido López oriundo de Villa Mercedes, era asiduo pescador de la laguna de Suco así que mucho mejor. Tras un par de días de tiempo inestable con mar muy agitado y lluvias ¡zarpamos!.
Así el orgulloso crucero de 165 metros de eslora, 6.500 toneladas de desplazamiento y las 600 personas que íbamos a bordo, fue dejando las costas de a poco para internarnos en el mar abierto. Recuerdo que un sábado a la tarde añoraba las vueltas en la moto por mi Sampacho querido, algún baile por allí y yo en plena altamar preguntándome que hacía allí en medio de la nada. Pero rápidamente me sobrepuse a la nostalgia y cuando salí a cubierta el buque estaba totalmente rodeado de agua. Allí cualquier persona puede dimensionar la grandeza de Dios. El Atléntic siempre activo e inmenso hacía rolar el barco de babor a estribor y de proa a popa. Lento y largo, lento y largo. A la noche, después de la cena, los cadetes se reunieron en el hangar de la nave y cantaron hermosas canciones marineras. Antes no era como ahora que todos tenemos un celular, una cámara e inmortalizamos cualquier momento. Pero la memoria humana es maravillosa. No estaba solo por supuesto. Un conscripto clase 52 (más nuevo que yo) oriundo de la Capital Federal de apellido Rudolfer, me instruía sobre todos los detalles de la vida de abordo. Nos hicimos grandes amigos. El me respetaba mucho porque yo ya era marino viejo de más de un año en la conscripción y…jerarquías son jerarquías.
Gritos y sirenas
Eran las 4 de la tarde del domingo 19 de agosto de 1973. Una cucheta del sollado de proa era mi lugar de descanso y dormí una buena siesta porque a las 2 de la madrugada tenía guardia de trabajo.
De pronto todas las luces se apagaron, se encendieron las alarmas de luces rojas, mientras una estridente chicharra sonora nos ensordecía con un sonido intermitente. Por el difusor se escuchó una orden enérgica: «Personal, ponerse los salvavidas. Zafarrancho de combate…emergencia de ataque al buque».!
No entendía nada y me quedé con el salvavidas a medio colocar, mientras que un guardiamarina me ordenó: ¡Usted vaya a la guardia y espere órdenes!.
Todo era un caos. Igual que en las películas, uno bajaba las escaleras con urgencia, otros ocupaban sus puestos en el armamento y yo con el segundo comandante con quien había trabado una amistad, ocupamos un lugar en cubierta para protegernos del supuesto enemigo. Mi amigo Rudolfer con casco protector se ubicó en su puesto de las ametralladoras Bofors 40/70 de fuego antiaéreo. La alarma no dejaba de sonar hasta que se escuchó el primer disparo de cañon de 105 mm. Una bola de fuego marcó el derrotero de la bala incandescente. Luego otro y otro. Debo reconocer que muy tranquilo no estaba. De pronto mirando hacia estribor, emergía el Santa Fe uno de los submarinos que contaba la fuerza por entonces. Y allí me tranquilicé cuando los cadetes tomaban parte de los ejercicios navales. Pero el susto inicial fue mayúsculo.
Ya podía respirar aliviado. Me imaginaba años después los horrores de la guerra. Y estar en esas máquinas enormes que pueden recibir un torpedazo como el glorioso A.R.A. General Belgrano, irse a pique y el mundo se termina.
Quise llevarles algo de la historia de un marino que tuvo el honor de ser tripulante por unos días del A.R. A: «La Argentina» sin dudas un buque de origen inglés cargado de gloria.
. Bueno…de eso hace mucho tiempo.
Héctor Mingo Amaya